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Me he paseado bastantes veces por América Latina en estos dos años pasados. Desde Salvador Bahía a Santiago de Chile, de Sao Paulo a Ciudad de México, a Bogotá, Medellín, Barranquilla, Lima, Caracas. No me ha sido difícil empezar a sentirme un poco en casa. Pero no quita que como visitante de arraigo europeo me sigan llamando la atención ciertas cosas. De las que más, la gran cantidad de gente que vive del comercio callejero, vendiendo lo que pueden, comida lo que más, pero hay de todo. Desde mandos de televisión a ropa, cordones de los zapatos, minutos de telefonía móvil. Collares y baratijas junto a zumos de fruta, “carnitas” o pan de bono, café y donuts, galleticas o enchiladas. El soporte más habitual de muchos de estos puestos es un carrito de supermercado “customizado” con o sin toldilla, una esquina lo más estratégica posible y un par de sillitas de plástico. A veces un “bicicarro” o un anciano Renault 4L adaptado. Yo confieso que siempre me ha atraído lo de comer en la calle, ya sea un “raspado” con sirope, un helado o una cachapa. Pero mis colegas locales me apartan sistemáticamente de todo lo que sea comer en sitios de escasa confianza higiénica, así que en poco puedo beneficiar a toda esa gente. Pero ahí están, sobreviviendo.
De este lado está todo mucho más pulcro y organizado. Demasiado organizado, empiezo a pensar. Hace unos días leía de un emprendedor que quería montar unos puestos de comida rápida basados en un automóvil “Smart” modificado. Y que no le era posible porque los ayuntamientos a los que había acudido no permiten la venta ambulante. Y me hizo pensar. Me hizo pensar en que, tal vez, cabría regular el arranque de micro-negocios, que diesen servicio adicional a la población y sacasen a gente de la fila del paro. Porque sospecho que cuando alguien como el emprendedor que cito se decide a iniciar la batalla, se le ponen delante una cantidad de requisitos que a mucha gente la paran antes de empezar. Hay que ser realmente “smart” para resolver todos los papeleos. Porque no todo en lo de emprender es cosa de tener crédito. De hecho, mejor sin crédito.
Lo de que para vender al público se deba tener un local es, hoy en día, un freno serio al comercio. Con la caída del consumo que sufrimos, a ver quién es el guapo que adivina cuánta gente va a pasar por delante de su local y cuánta va a entrar y cuánta comprar. Y mientras tanto andas cargado de gastos fijos, alquiler incluido. Difícil que la gente se meta. En cambio si puedo deambular, como los de la camioneta de Frears, ya me buscaré yo los clientes donde estén. Habría que hacerlo fácil. Si me lo ponen fácil, igual me jubilo y me dedico a venderle cerveza fría a los guiris en la playa de Benidorm. Ahora… si tengo que montar un chiringuito con freidora y declaraciones de IVA incluidas, me lo tengo que pensar…
Ahora en serio, lo de la economía informal, en América Latina, es un problema. La OIT estima que hay 93 millones de personas trabajando de manera informal en el continente. Lo de la higiene es una faceta, pero la falta de seguridad, el trabajo infantil, la falta de protección social, son las cuestiones verdaderamente importantes a resolver. Pero todos los gobiernos tienen un problema semejante, si sacan de la economía informal -aquella constituida por todas aquellas actividades económicas que, sin ser criminales, tampoco están totalmente registradas, reguladas y fiscalizadas por el estado en los mismos espacios en que otras actividades similares si lo están-, a toda esa gente, pues se arriesgan a incrementar la miseria, o la delincuencia en el peor de los casos.
En cambio en España, con más de cinco millones de parados, se trata de flexibilizar, de abrir caminos, formales pero sencillitos, para que la gente se busque la vida. Porque con grandes superficies y la gran distribución, y tiendas y bares cerrando a millares, va a haber que repensarse lo del pequeño comercio.
Y a ver si entre España y América Latina encontramos el justo medio.
Hace unos meses estuve viendo el concierto homenaje a Plácido Domingo por su setenta cumpleaños. No sé cuántos millones de aplausos habrá recibido este hombre. Cincuenta años cantando en escenarios por el mundo entero y metiéndose en la piel de personajes tan dramáticos como Otelo parece que deberían haberle endurecido el corazón frente a cualquier halago. Que podría permitirse mirar al mundo desde un pedestal.
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Que tampoco es como para hacerme la víctima. Al fin y al cabo hay un montón de gente por ahí viajando todos los días bastante incómodos. En los países emergentes, que ya tenían sistemas poco eficientes por falta de recursos, ahora que los recursos empiezan a estar disponibles, no pueden seguir el ritmo de crecimiento de la población urbanita. Es imposible que Ciudad de México, con más de 21 millones de personas, no te impacte. Por más que interrogué a mi taxista, no pude desentrañar cómo la gente acaba averiguando qué “camión” (por autobús en México), de los 30.000 o así que ruedan por la ciudad, le lleva a la parte de su colonia en una sub-ruta, “derrotero”, entre los cientos, o miles, que existen. No pude viajar en metro, como hubiera querido, pero escucho que es extenso y afortunadamente funciona relativamente bien.
Bogotá, pese a su menor tamaño, no le anda a la zaga en congestión. Al no disponer de metro todo el transporte de personas es de superficie y el tramado urbano digiere con dificultad el volumen. Se basa en unos 20.000 buses, busetas y colectivos (según talla), de muy diversas antigüedades, entre nuevecitos y decrépitos. Está ya operativa una nueva red, réplica del trazado de un inexistente suburbano, llamada “Trans-Milenio”, autobuses modernos con carril propio, muchos, pero también sobrecargados aunque la red se está ampliando. La sustitución de los buses y busetas habituales por este nuevo sistema ha traído de rebote el desarrollo de “bici-taxis” de afinidad asiática, ilegales, que te acercan de la parada del Trans-Milenio a tu antiguo derrotero.
(¡Y luego hay gente que se queja del metro de Madrid!)
En vista de lo precario del transporte urbano, el complemento habitual es el taxi, de los que no he conseguido averiguar bien cuántos funcionan, pero parece que son en el entorno de 110.000 en Ciudad de México y 50.000 en Bogotá, a los que se unen unos 40.000 y 15.000 ilegales más respectivamente (fuente: Amed y Edison, mis respectivos y amables taxistas…).
Para que les sirva de comparación, Nueva York tiene unos 4.400 autobuses y 10.000 taxis (“Yellow Cabs”) y Londres unos 6.800 autobuses y 19.000 taxis.
Resultado: contaminación indeseable y desde luego un panorama urbano que lleva a creer a ratos que esos países están fatal.
¡Pero no se equivoquen…! Ni piensen que la gente anda a tiros por las calles. Vienen de atrás, hay mucha diferencia entre las clases sociales más altas y las más bajas, etc., pero estos países están creciendo, y lo están haciendo rápido. Y tienen ganas de prosperar, saben «de qué pie cojean» y saben que lo tienen que hacer trabajando. Es más, creo que lo de la cojera lo tienen más claro que los españoles. Por ejemplo, me he encontrado con la agradable sorpresa de que estos dos países no se paran nunca, ni en verano ni en invierno, y que muchos oficinistas están en su puesto a las siete de la mañana. Una arquitecta a la que visité me comentó de fijar un reunión a las 6:30 am. No le dije que estaba loca de puro milagro…
Nuestro comercio exterior con Colombia es ínfimo, 896 millones de euros (2010), o sea nada. Poco más del 1% del que tenemos con Francia. Con México, algo mejor, 5.744 millones, tampoco mucho comparando con Francia (59.533 millones). Naturalmente en ambas balanzas estamos en déficit.
México y Colombia crecen, tienen población joven, ganas de trabajar, están recibiendo inversión externa creciente (americanos en México, chinos, brasileños, chilenos en Colombia). Los indios compran tierra en Colombia porque América del Sur tiene un bien que los asiáticos saben apreciar: el 25% del agua dulce del mundo, imprescindible para la agricultura que alimente a sus enormes poblaciones.
Les hacen falta infraestructuras, mejores puertos y carreteras, ferrocarriles, mejores calles, metro, hay un montón de trabajo y de oportunidades. Las empresas españolas, todas, no sólo las grandes, deberíamos aprender a asociarnos más con gente de allí, con la que compartimos tan gran idioma y cultura, y aprender a aprovecharlas juntos.
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