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He leído estos días sobre el trabajo del profesor Oded Galor, israelí que enseña en Estados Unidos. Junto con Quamrul Ashraf, nacido en Bangladesh y también profesor en Estados Unidos, han publicado el estudio “The Out of Africa Hypothesis, Human Genetic Diversity and Comparative Economic Development”. Galor es el creador de la llamada Teoría Unificada del Crecimiento, que trata de explicar la evolución de la Economía desde la Prehistoria. Lo interesante del tema, sin duda no exento de controversia, es que establece una relación entre diversidad genética y riqueza a nivel nacional. Mantiene que los países en los extremos de la diversidad genética, por muy alta –cita a Etiopía- o muy baja –Bolivia-, sufren un menor crecimiento. Cito del artículo, para la polémica, una explicación: “Demasiada diversidad genética produce tensiones sociales y falta de cooperación pero, si nuestros genes son muy parecidos a los de nuestros vecinos, corremos el riesgo de parecernos tanto entre todos que acabemos formando una sociedad en la que todos piensan igual y no hay innovación…. América Latina, que tiene los mayores niveles de homogeneidad genética, debería adoptar una estrategia doble. Por una parte, fomentar la educación, al igual que en África, y orientarla hacia el fomento de la creatividad. Por otra, favorecer la inmigración y los intercambios de población con otros territorios para fomentar la heterogeneidad genética. La cuestión es alcanzar un nivel de diversidad óptimo”.
Menciono esto, sin querer entrar mucho en ese debate, para dejar constancia de algo que sí me parece una realidad: la baja relación social y comercial de varios países de América Latina entre ellos mismos. Cosa que yo creo que tiene mucho que ver con las pobres infraestructuras de transporte.
Porque yo realmente de lo que iba a escribir hoy era de trenes. Cuando este verano me he planteado una escapada desde Bogotá a algún lugar turístico de Colombia, Armenia en la Zona Cafetera era mi primer objetivo, me he tropezado con que me tenía que volver a montar en un avión, de lo que ya estoy un poco harto. No me recomiendan la carretera. Y no hay tren. Me encantaría esto último, porque soy un poco “geek” de los trenes. Pero no hay. O hay muy pocos. Culpa de la orografía, dicen.
Para situarme he consultado las estadísticas de la Union International des Chemins de Fer. Los cinco países del occidente de América del Sur –Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Chile- reúnen en total, para una superficie conjunta de 4.564.000 km2, líneas de ferrocarril en uso por 13.413 kilómetros –de los que el 44% están en Chile-. La Unión Europea de veintiocho países, por comparación, con 4.423.000 km2 de territorio, suma 244.740 kilómetros. O sea que para casi igual extensión, esa parte de América Latina tiene el 5,5% de ferrocarril operativo que esa otra parte, casi toda, de Europa. Si se repasa la historia, la arqueología ferroviaria diría, país a país con la excepción de Chile, se siente la decadencia y la dejadez. Salvo líneas concretas diseñadas para llevar a puertos marítimos la producción minera –carbón, concentrado de cobre, nitratos, ulexita-, el ferrocarril de pasajeros ha quedado limitado casi exclusivamente a trenes turísticos o a algunos tramos de pasajeros supervivientes, con velocidades operativas que no exceden de los 40 Km/h. En el caso de Ecuador los trenes de turismo circulan a 5 ó 6 Km/h –Quito a Machachi, 40 Kms en 8 horas, Quito a Guayaquil, el “Tren Crucero”, 430 Kms en cuatro días-. Le tiene que gustar a uno mucho el tren.
Es cierto que la orografía de la zona es difícil, pero también lo es que hace ciento cincuenta años la industria ferroviaria fue capaz de desarrollar líneas exitosas en varios de estos países. El ferrocarril de Antofagasta a Bolivia ha sobrevivido desde su inauguración en 1873 y ha sido capaz de transportar más de dos millones de toneladas anuales en una red de 1.625 Kms. que asciende hasta los 4.815 metros de altura. Si se fue capaz de construir estas cosas en el siglo XIX, ¿qué no se podrá hoy?
Ha dicho Juan Manuel Santos, presidente de Colombia, que resulta menos costoso traer un contenedor desde China al puerto de Buenaventura que luego llevarlo desde Buenaventura a Bogotá. Que las comunicaciones efectivas son clave para el desarrollo no creo que sea algo para lo que haga falta mirar a la prehistoria. Colombia dice necesitarlo, Perú tiene la vocación, Bolivia lo necesita, el tren debe volver.
Lo de la Alianza del Pacífico es un acuerdo ilusionante. Aunque Ecuador y Bolivia no sean todavía parte de ella, la Alianza debería liderar el que se sienten las bases del desarrollo ferroviario coordinado de la región. Una planificación conjunta, al modo del Trans European Rail Freight Network o la unificación de sistemas de seguridad en Europa, sería ideal. Lejos está, supongo, la cofinanciación. Y atención se debería prestar al problema, que España sufre hoy, de los distintos estándares de ancho de vía. Parecería lógico, aunque el coste será superior, invertir en un ancho común para el largo plazo. Ventaja, no pequeña: parten de muy abajo. Toda la nueva ingeniería está a su orden.
A ver si esta vez se consigue. Y que no tengan que ser sólo los chinos los que vengan a resolverlo. Que ya me gustaría ir a Armenia a tomarme un cafecito. O subir a La Nariz del Diablo.
…”Era pues, sin lugar a dudas, una planta silvestre con su pequeña flor de un suave color azul malva, de hojas frágiles y zarcillos finos y tiernos. La solitaria enredadera y su verde y somero follaje, que desbordaba de un vaso antiguo cuya laca roja se había oscurecido con el tiempo, le inspiraba un sentimiento delicioso de suave frescor… La vieja doméstica sabía demostrar que era capaz de tomar iniciativas tan felices como la indicada. El vaso que había escogido para colocar la planta era una pieza antigua y llevaba una firma de artista casi borrada por los años. Sobre su estuche podía leerse el nombre Sôtan; y si esta indicación era auténtica, podía atribuirse al vaso una edad de tres siglos por lo menos… esas campanillas matinales armonizarían perfectamente con la taza de té del desayuno. Una florecita tan efímera que no dura ni el breve espacio de una mañana, se hallaba colocada, por contraste, en un vaso que había pasado piadosamente de mano en mano durante tres siglos”. Yasunari Kawabata: Una Grulla en la Taza de Té.
El 22 de mayo de 1960 estaba yo en el Colegio Los Rosales de Caracas, en mi primer grado de bachiller. Al día siguiente nos metieron a todos los colegiales en autobuses y nos llevaron a un gran almacén a ayudar a ordenar ropas y paquetes con destino a Chile. Ayuda para “El Gran Terremoto de Chile” o Terremoto de Valdivia, de 9,5º en la escala de Richter. El mayor conocido, incluido éste de ahora. El consiguiente tsunami alcanzó las islas Hawai y al propio Japón e inspiró la creación de la primera red de alerta de tsunamis.
Los chilenos también protagonizaron su particular epopeya: «el Riñihuazo”, al conseguir eliminar el bloqueo que el terremoto había causado en el desagüe del lago Riñihue y hacer que el agua fluyese hacia el mar por el río San Pedro con relativa mansedumbre. Si se hubiese liberado de golpe, con seguridad habría destruido la ciudad de Valdivia y matado a muchos de sus habitantes, más que el propio terremoto. Resulta curioso y gratificante leer sobre el trabajo conjunto y contra reloj de los soldados chilenos con trabajadores de empresas privadas (la española Endesa entre ellas) y percibir la semejanza con la situación actual en las centrales nucleares de Japón.
No sé casi nada de cómo son de verdad los japoneses, apenas conozco a algunos y no tengo amigos de esa nacionalidad, lo que me hace difícil entenderles bien. Pero percibo, como creo que piensa la mayoría, que son gente organizada, concienzuda, trabajadora y con un alto sentido del deber. En otro caso no hubieran conseguido, en los años trascurridos desde la destrucción de la II Guerra Mundial, que Japón fuese lo que es hoy. Del desastre de Fukushima aprenderán, como espero que aprendamos todos. Y como en Chile y su lago Riñihue, ojalá que dentro de cincuenta años mis hijos y nietos lean sobre la “Epopeya de Fukushima” y sobre cómo el esfuerzo y sacrificio de unos hombres triunfó sobre la dificultad y peligro al que se enfrentan.
A mis desconocidos amigos japoneses, les deseo que superen la adversidad y puedan recordar a sus seres queridos en paz.
Somos una florecita tan efímera que no dura ni el breve espacio de una mañana.
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