Ayer entré a husmear en una “galería de alimentación” moribunda que hay al lado de mi casa. La galería de alimentación es una especie inmobiliaria en vías de extinción. Nació en España allá por los años sesenta, para acercar la oferta de productos de alimentación a los barrios, replicando el modelo de los mercados centrales: “puestos” individuales por ramo de producto. Ya saben: embutidos, frutas, verduras, carnicería, pescadería, conservas, pan, etc. Ofrecían ciertas ventajas, como que casi todos los vendedores eran especialistas de lo suyo. Y al ser todos ellos empresarios, se preocupaban sobremanera de la fidelidad de su clientela y sabían que el “qué guapa está usted hoy, doña Concha” y la simpatía y buen servicio eran claves de su éxito.
Pero no han resistido, porque en su “DAFO” han pesado más las debilidades y las amenazas. Entre las primeras, el funcionamiento en comunidad de propietarios, con puestos de propiedad separada, en el que la toma de decisiones en momentos difíciles se complica y lleva a la inacción. Y sobre todo la amenaza, hoy ya realidad, del impacto de hipermercados y supermercados, más adaptados a las necesidades de las nuevas familias y el trabajo de la mujer. La capacidad de compra de las grandes cadenas de supermercados, su logística o el desarrollo de las “marcas blancas”, han arrasado este sector.
La galería en la que entré es un ejemplo arquetípico de ello. Un emplazamiento magnífico, sin competencia próxima. Dentro, treinta y tantos puestos con la persiana echada, fantasmas de comercio antiguo. Y uno… ¡abierto!: un joven pescadero, Pablo. Él solo. No tenía ningún cliente cuando llegué, así que me puse a charlar con él. Me explicó que los puestos habían ido cerrando y que hace cuatro o cinco años una inmobiliaria intentó comprar todo pero fracasó. Y que él se ha ido quedando solo, que es el único que paga la comunidad y que se han quedado sin administrador. Y que a la galería como tal le han cortado la luz y el agua, pero que él tiene su licencia, tiene luz y agua y sus propios extintores para cumplir con todo y que por tanto pretende seguir vendiendo pescado tres veces por semana.
Mientras hablamos empieza un pequeño desfile de clientes: madre con su hijo, abuela con su nieto, pareja mayor, señora sola. Todos le conocen por su nombre y a todos conoce él por el suyo. Todos compran y dejan encargos. Él les dice que les llamará por teléfono cuando reciba lo que quieren o que lo tendrán el próximo día. Mientras hablamos no para de trabajar, acomodando hielo en las cajas, trasteando en su nevera. Me cuenta que él es la octava generación de una familia de pescadores y pescateros y que aunque en este puesto no gana mucho dinero, sí saca los gastos y algo más.
Me marcho con algunas cosas aprendidas. Muy apropiadas para los momentos que vivimos. Como lo importante que es fidelizar a los clientes, el valor de la simpatía y el buen servicio, o el de la perseverancia y el trabajo. Acabo comprándole un pargo. Anduve dudando entre el besugo, el pargo y el pajel. De lo que tenía, él me recomendó el pargo por relación precio/calidad. No sin antes explicarme por qué el pajel tiene más espinas que el pargo o añadir que “a treinta euros el kilo, el besugo no vale la pena”. Nueve euros, pero “sólo te cobro ocho”. Ayer comimos pargo al horno.
Fue una buena compra. Pero mejor fue la lección tácita que Pablo me impartió: no importa si los demás se encogen de hombros, si se ponen o no de acuerdo, si piensan que las cosas se arreglarán porque sí. Yo añado: no importa la prima de riesgo, no importan los griegos. No importa Rajoy, menos Rubalcaba: trabaja e intenta prosperar sin pensar en todo ello. Hay algo más importante que lo que hagan los demás: lo que hace uno mismo. Aunque sea solo.
Post scriptum. Y si todo falla, aplíquese el proverbio chino: “Regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale a pescar y lo alimentarás para el resto de su vida”.
Yo, por si acaso, ¡voy a aparejar la barca!
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