Mientras tuve pelo en la cabeza siempre les fui fiel. Me acostumbraba a un trato, una charla, unas manos y siempre me costaba luego renunciar a mi peluquero. A una peluquería estuve yendo más de veinte años y si quien me atendía de regular estaba ocupado con otro cliente, dejaba pasar mi turno y me esperaba, para que me atendiese siempre el mismo. Daba un poco de rubor negarle el trabajo a sus colegas, pero mi peluquero y yo manteníamos una relación en la que no cabían terceros. Nunca llegué a saber mucho de aquel hombre más allá de su habilidad con la navaja. Al cabo de los años el dueño se jubiló y se cerró el negocio. Abrieron allí una confitería, a la que me negué a comprar pasteles con rencor secreto.
Y a propósito de barberos, el otro día escuché una de esas noticias aparentemente intrascendentes, pero que me llamó la atención: un peluquero jubilado había abierto su peluquería en un club de pensionistas de Manises, en Valencia, y cortaba el pelo gratis. A los jubilados del propio club, se entiende.
Obviamente a los peluqueros del pueblo, con local abierto, licencia fiscal, declaraciones de IVA, IRPF y otras radículas que alimentan la burocracia, no les gustó la cosa un pelo… Pero a mí me ha hecho pensar en algo que ya había yo notado. Que la peluquería, mientras estuve yendo, me parecía cada vez más cara. Al igual que otros servicios, como el dentista, las comidas en restaurantes y cosas así. Pero en cambio no me parecían tan caras, proporcionalmente, otras cosas que consumo, como coches, televisores o vino. No sabía claramente por qué.
Pues ya lo he averiguado. William Baumol, que todavía vive con 87 años, le dio nombre: se trata de “la enfermedad de costes de Baumol”. En términos llanos, es más fácil incrementar la productividad en sectores productivos como la industria o la agricultura, que se pueden beneficiar más directamente del progreso tecnológico y las inversiones empresariales, que en buena parte del sector servicios, incluidos los servicios públicos, en el que básicamente compramos “las manos y el tiempo de la persona”. Así que si los salarios de todos los trabajadores van subiendo por igual, con eso de “a cada uno según sus necesidades”, los productos industriales y agrícolas son cada vez relativamente más baratos, por su productividad ascendente y los servicios cada vez relativamente más caros, por su productividad resistente al ascenso. Básicamente no hay una máquina que haga que un peluquero corte el pelo a cuatro personas en una hora en lugar de a tres o un policía patrulle con el doble de eficacia. Si la persona cuesta más y la productividad no mejora, una de dos, o se sube el precio o se da menos o peor servicio.
Baumol y Oates, en un estudio de hace cuarenta años, señalan que entre 1929 y 1965, en Estados Unidos, la productividad creció acumulativamente a razón del 3,4% en la agricultura, del 2,2% en la industria y del 1,1% en los servicios. Y pronosticaron que el crecimiento más lento de la productividad de estos últimos haría que desapareciesen (caso de muchas labores artesanas), bajaran de calidad (la seguridad o la limpieza urbana), se conviertiesen en cuasi hobby (¿el peluquero de Manises?) o subiesen extraordinariamente de precio (mi dentista, que no sé si me lee, pero que si lo hace ya sabe lo que pienso).
Y no es muy difícil deducir que en el largo plazo, aquellas economías que apuesten por sectores productivos industriales y agrícolas tendrán menos riesgo de quedar rezagadas. Algo de eso se está viendo en el hecho de que los asiáticos nos estén invadiendo con sus manufacturas. Y lo creo también causa de uno de los asuntos de más importancia para nuestra cohesión social, como es la divergencia del empleo entre regiones. Habrá que meterse a fondo a remediar que Andalucía o Extremadura tengan el doble de desempleo que el País Vasco o Navarra. Le he echado un vistazo al informe “Panorama Regional 2008” del Centro de Predicción Económica de la UAM. Ahí están los datos: costes laborales en País Vasco y Navarra 86,5 y 92,0 –España base 100- respectivamente. Costes laborales en Andalucía y Extremadura, 110,7 y 122,1. A la hora de destruir empleo se destruye primero el más costoso, por menos productivo.
Así que la tarea pendiente es conseguir que nuestro país, nuestros gobiernos y empresas, miren hacia las actividades productivas industriales –y agrícolas- como nuestra ruta económica obligada. Los servicios de bajo valor añadido, ojo a la hostelería, necesitan una profunda revisión.
Y bueno, como seguro que tienen unos días de asueto antes de Pascua, aquí van no uno si dos cortos de cuando yo iba a la peluquería y la tele nos engañaba con el play-back. ¡Escojan!
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